«Un hombre tenía una hija que poseía un arco y
una flecha maravillosos, con los que podía derribar todo lo que quería. Pero
era perezosa y siempre estaba durmiendo. Por este motivo su padre se enfadó y
le dijo: “No puedes dormir siempre; lo que debes hacer es tomar tu arco y tu
flecha y acertar en el ombligo del océano, para que de ese modo obtengamos el
fuego”.
El ombligo del océano era un vasto remolino en
el que iban a la deriba los bastoncitos que, al friccionarlos entre
sí, producían el fuego. En aquellos tiempos los hombres no poseían todavía el
fuego. Entonces la muchacha tomó el arco, acertó el ombligo del océano y los
arneses para encender el fuego llegaron a la orilla.
El viejo se puso contento. Encendió un gran
fuego y, como quería quedárselo para él solo, construyó una casa con una puerta
que se abría y cerraba de golpe como una mandíbula que mataba a todos los que
intentaban entrar. Pero la gente sabía que él poseía el fuego, y Ciervo decidió
robarlo para ellos. Cogió un leño resinoso, lo partió y se colocó los trozos en
el cabello. Después unió dos barcas, las cubrió de planchas y se puso a
cantar y a bailar sobre ellas, y de esa guisa llegó a la casa del viejo.
Cantaba: “¡Oh, voy a robar el fuego!”. La hija del viejo lo oyó cantar y le
dijo al padre: “¡Oh, deja entrar en casa al extranjero: canta y baila muy
bien!”.
Ciervo
atracó y se acercó a la puerta, cantando y bailando, y mientras lo hacía saltó
en dirección a la puerta como si quisiese entrar en la casa. La puerta entonces
se cerró de golpe pero no lo tocó. Pero en cuanto empezó a abrirse de nuevo, él
saltó veloz dentro de la casa, se sentó junto al fuego como si quisiera secarse
y siguió cantando. Al mismo tiempo dejó caer la cabeza hacia delante y se
recubrió de hollín; al final los trozos que tenía en la cabeza se prendieron
con el fuego. Entonces Ciervo saltó fuera, huyó lejos y llevó el fuego a la
gente».
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